Saturday, November 14, 2009

Miguel Bakunin: “LA DESTRUCCIÓN ES TAMBIÉN UNA PASIÓN CREADORA”


Cuenta su biógrafo E. H Carr, que en la provincia de Tver y a unos doscientos kilómetros de Moscú, se yergue un edificio de un solo piso y de amplia fachada. Su construcción data del siglo XVII, y su estilo arquitectónico, como corresponde a la residencia de un típico señor rural, está inspirado en el pintoresco y amanerado clasicismo importando a Rusia por arquitectos italianos. La propiedad se llamaba Premujino, y su extensión equivalía “quinientas almas” (en la Rusia del siglo dieciocho, la tierra se medía por el numero de siervos adscritos a ella). Es aquí donde nace Miguel Bakunin el 8 de mayo de 1814. Tercero de de los nueve hijos de un matrimonio aristocrático y liberal. Su infancia en el campo, y la educación liberal que, a diferencia de los aristócratas rusos de su época, recibió de su padre influido por los enciclopedistas, dejaron en Bakunin una huella de amor a la naturaleza y exaltación de la libertad individual que no le abandonaría durante el resto de su existencia y representaría uno de los rasgos más destacados de su pensamiento y acción revolucionarios.

Para seguir la tradición familiar, su padre eligió para él la carrera militar, por lo que el futuro revolucionario incesaba a los quince años en al Escuela de Artillería de San Petersburgo. Su incapacidad para someterse a la rígida disciplina militar –la rebeldía que más adelante definiría como una de las características del ser humano- le impidió realizar una brillante carrera en el Ejército, y dio con sus huesos a los diecinueve años en un alejado regimiento de Lituania en el que, aislado de toda tentación individualista y descubriría la necesidad de las relaciones sociales para el logro de la plenitud humana.

“Estoy solo aquí, completamente solo. El eterno silencio, la eterna tristeza, la eterna nostalgia son los compañeros de mi soledad. He descubierto por experiencia que la perfecta soledad, tan elocuentemente predicada por el filósofo de Ginebra, es el más estúpido de los sofismas. El hombre está hecho para vivir en sociedad. Un círculo de amigos que le correspondan y que compartan sus alegrías y sus penas es indispensable para él. La soledad voluntaria es casi identidad al egoísmo, y el egoísta, ¿puede ser feliz?”.

En Lituania cayó enfermo, y gracias a ello pudo abandonar el ejercito, volver a su casa y sentirse de nuevo un hombre libre. En 1835 marcha a Moscú. Bakunin no era todavía un revolucionario, pero ya se habìa convertido en un rebelde.


LA FORMACION DE UN REVOLUCIONARIO.
La Universidad de Moscú, a pesar de todos los esfuerzos del gobierno, era un islote de libertad, donde los estudiantes discutían la filosofía alemana y los últimos avances de la ciencia europea y donde surgieron los primeros núcleos de intelectuales rusos opuestos al zarismo. A través de ella, Bakunin entró en contacto con quienes serían con el tiempo los más fieles compañeros de su vida: Herzen y Ogarev, descendientes ambos de grandes familias rusas y que habían sido condenados al exilio por leer las obras de Saint- Simon, y que compartían con otros muchos estudiantes una posición favorable al incipiente socialismo europeo. En cambio, la lectura favorita del futuro revolucionario no era Saint –Simon, ni ningún otro socialista utópico, sino la filosofía idealista alemana, principalmente Fichte, quien lo introdujo a Hegel, principal fuente filosófica de los revolucionarios decimonónicos.

A los 26 años, el deseo de ir a Alemania y entrar en contacto con los filósofos alemanes era incontenible. Aunque no disponía el dinero para emprender el viaje –gracias a un préstamo de Herzen- salió en el verano de 1840 de San Petersburgo camino a Berlín. Con este viaje sus ideas y su personalidad sufrirían una transformación radical: en muy poco tiempo el estudioso de la filosofía alemana se convertiría en un hombre de acción. Con su traslado a Dresde en 1842 y su primer contacto con las doctrinas socialistas y comunistas a través de las obras de Fourier, Blanc, Cabet y Proudhon, se completaba este primer período en la evolución ideológica bakuninista, cuyo rechazo del hegelianismo encontró su primera expresión en un artículo publicado en los Anales alemanes de Ruge, bajo el título La reacción en Alemania. Fragmento, por un francés. El artículo termina con un autentico grito de batalla, que simbolizaría a partir de ahora el planteamiento ideológico del anarquista ruso: “La pasión de la destrucción es al mismo tiempo una pasión creadora”. El radicalismo intransigente inicial, fruto de su carácter apasionado y del contacto con los círculos revolucionarios de Europa Occidental, habìa adquirido ya en este trabajo “el rango de una convicción filosófica” de la que no se desprendería el resto de su vida. Perseguido desde ahora por la policía secreta zarista, tuvo que abandonar Dresde y refugiarse en Suiza; pero tras un invierno en Berna, nuevas presiones del Gobierno ruso le obligaron a marchar a Bélgica y, por fin, en 1844, a París.

ACABAR CON UN MUNDO DECREPITO
De todas formas, tampoco París era un lugar seguro para un paneslavista revolucionario, que ya en 1846 se declaró defensor del pueblo polaco, y que un año después defendió la necesidad de una revolución rusa ligada a las sublevaciones de los pueblos eslavos contra la dominación zarista. En respuesta a este planteamiento, nuevas presiones del Gobierno ruso condujeron a su expulsión de Francia y después de Bélgica; y solo el estallido revolucionario de 1848 permitiría la vuelta de Bakunin a París y su participación por vez primera, en un levantamiento popular. Tras ingresar en una compañía de milicianos, Bakunin luchó día y noche en las barricadas parisinas para defender las conquistas revolucionarias.

Pero su instinto le advertía de la imposibilidad de un triunfo revolucionario basado únicamente en el entusiasmo y la fraternidad de los primeros momentos; por ello decidió continuar su defensa de una revolución eslava que condujera a la participación de Rusia en la Europa revolucionaria. Sus concepciones eran, en este punto, totalmente opuestas a las de Marx. Mientras este último creía en el atraso cultural de los pueblos eslavos y en su necesidad de adaptarse al desarrollo alemán, la posición de Bakunin incluía como objetivos centrales la liberación de los eslavos y la atracción de este pueblo a la causa revolucionaria europea. Con estas miras, participó en el Congreso de los eslavos austriacos, celebrado en Praga y cuyo final –el ataque de las tropas austriacas a los congresistas el día de Pentecostés de 1848- significó el comienzo de una nueva huida, esta vez hasta Breslau.

Pero las dificultades no minan el temperamento revolucionario de Bakunin, que en el mismo año escribía el texto más importante de su etapa paneslavista: el Llamamiento a los Eslavos, pieza fundamental, en opinión de Carr, de la historia europea, ya que en ella se defendía por primera vez la destrucción del Imperio Austro-Húngaro y la construcción de nuevos estados independientes sobre sus ruinas. Además, las preocupaciones de Bakunin no se limitaban en este escrito a la lucha nacional, o a la libertad de los pueblos. Junto a ellas, “la cuestión social” ocupaba ya un puesto sustancial en su concepción política: “La libertad no es más que mentira mientras la mayoría de la población esté reducida a una existencia miserable”. De ahí la necesidad de un cambio social y político radical, cuya enunciación ponía fin al Llamamiento:

Tenemos que cambiar las condiciones materiales y morales de nuestra existencia actual para acabar de una vez con este decrépito mundo social que se ha vuelto impotente, estéril e incapaz de contener o de apoyar una dosis tan grande de libertad. Debemos, primero, purificar nuestra atmósfera, y después llevar el cambio total de nuestro medio que corrompe nuestros instintos y nuestra voluntad al cohibir nuestros corazones y nuestras mentes”

Socialismo y paneslavismo eran, por tanto, los ejes del pensamiento de Bakunin.

Tras la derrota de los patriotas alemanes en Dresde ante las tropas prusianas, Bakunin fue hecho prisionero y trasladado a la fortaleza de Königstein. La explosión revolucionaria de 1848, la “primavera de los pueblos”, había acabado y los poderes constituidos se tomaban su revancha. El revolucionario ruso, el hombre que habìa luchado en las barricadas y que estuvo presente en todos los puntos álgidos del combate popular, recibía en 1850 la comunicación de su condena a muerte por el Gobierno Prusiano; y solo se salvaría de este triste fin, y de perecer posteriormente en las cárceles austriacas, cuando ambos gobiernos aceptaron entregarlo a la justicia de los zares que, recordando viejos agravios, habían solicitado su extradición.

LA CONFESION
Uno de los momentos más discutidos de la biografía del revolucionario ruso corresponde a su estancia en la terrible fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo, y en concreto a su Confesión ante el zar. Para algunos biógrafos y polemistas se trata de una claudicación en toda regla, aprovechada a veces para denigrar toda la trayectoria revolucionaria de Bakunin; para otros, en cambio, es la consecuencia lógica de la situación de un hombre acorralado que lucha por cambiar su destino. Sea cual fuere el punto de vista asumido, no puede negarse que el texto de la Confesión refleja a un tiempo la desesperación de un condenado a muerte, que con una declaración de culpabilidad y el empleo de un lenguaje servil y adulador para el zar, espera escapar a su terrible condena sustituyéndola por el destierro a Liberia -siempre más soportable que la fortaleza de Pedro y Pablo-, y el sentido del honor de un revolucionario que, pese a estar minado por la enfermedad y convencido de la proximidad de su muerte, se niega a denunciar a sus compañeros de lucha:

“Usted quiere mi confesión –escribió al zar- , pero usted debe saber que un pecador penitente no está obligado a comprometerse a revelar las malas acciones de los demás. Sólo tengo el honor y la conciencia de que jamás he traicionado a quienes confiaron en mí y por esa razón no le daré a usted ningún nombre”

El zar Nicolás I no le pudo perdonar este silencio, por lo que la Confesión resultó inútil. Ni siquiera su muerte en 1855 abriría las puertas a la esperanza. El nuevo zar, Alejandro II, tras eliminarle de las listas de amnistía, contestaba negativamente a las peticiones de la madre: “Mientras su hijo viva no será libre”. De aquí que, desesperado ante el fracaso de todos los intentos de sus parientes y amigos, Bakunin decidiera completar su humillación con una Segunda Confesión dirigida al zar:

“Ante vos, Señor, no tengo vergüenza de confesar mi debilidad; lo confieso abiertamente: la idea de morir en la soledad de la reclusión me espanta, esta idea me asusta más que la misma muerte, y desde lo más profundo de mi corazón, desde lo más profundo de mi alma, yo suplico a vuestra majestad que me libre, si es posible, de este castigo supremo y más atroz que ningún otro” Al fin el zar cede, y en 1857 cambia su condena por la deportación a perpetuidad a Siberia. Bakunin tiene en ese entonces 44 años, y a pesar de los sufrimientos soportados durante ocho años de prisión, aún conserva casi intacto su ánimo y su actividad. Su único deseo, escapar a Occidente, solo se logra tres años después a bordo de un barco norteamericano que le lleva primero a Japón, luego a Nueva York, y por fin a Londres. Son las navidades de 1861, punto de partida de la segunda etapa de su vida pública.

EN EL CENTRO DE LAS LUCHAS
En la década de 1860, tras el declive de los años posteriores a la revolución fracasada de 1848, vuelve a sonar la hora de los pueblos: Polonia se rebela de nuevo contra el zarismo, mientras Italia emprende el combate decisivo para la conquista de la unidad peninsular, y el renaciente movimiento obrero lucha por reconstruir sus organizaciones y dar el salto a la constitución de un Asociación Internacional. En el centro de estas luchas, que culminarán en la Comuna de París en 1871, Bakunin, recuperado para la acción política con la misma energía de antes de sus años de prisión, se encuentra en el ambiente idóneo para desarrollar al máximo sus energías.

En enero de 1863 estalla la insurrección polaca. Los sueños revolucionarios y paneslavistas del ruso parecían a punto de convertirse en realidad: el levantamiento de Polonia podía ser el preludio de la liberación de los pueblos eslavos, incluida la propia Rusia, y el punto de partida de la revolución europea. Vanas ilusiones. La lucha polaca, puramente nacionalista, le desilusionó al cabo de poco tiempo, obligándole a dirigir su atención a otra zona europea en la que el combate por la unidad nacional podía dar paso a la ansiada revolución social: Italia. Instalado en Florencia desde comienzos de 1964, sus esfuerzos se dirigieron desde este momento a un objetivo mucho más ambicioso que los emprendidos hasta ahora: la constitución de una “sociedad secreta internacional socialista y revolucionaria”. El Catecismo Revolucionario, redactado en 1866, y destinado a servir como base doctrinal de esta sociedad, reflejaba a la vez el abandono definitivo de las esperanzas de Bakunin en el papel revolucionario de las minorías oprimidas, y su aceptación de los puntos centrales del credo anarquista, bajo la influencia directa y fundamental de Proudhon. Las frases finales de dicho Catecismo representan un resumen apropiado de la doctrina defendida por él:

“Los objetivos de la revolución democrática y social pueden definirse en pocas palabras. Políticamente, la abolición del derecho histórico, del derecho de conquista y del derecho diplomático. La emancipación total de los individuos y las asociaciones del yugo de la autoridad divina y humana. La destrucción absoluta de todas las uniones y aglomeraciones forzadas de las comunas en las provincias, y de las provincias y países conquistados en el Estado. Finalmente, la disolución radical del Estado centralista, tutelar, autoritario, con todas sus instituciones militares, burocráticas gubernamentales, administrativas, judiciales y civiles. En una palabra, la devolución de la libertad a todo el mundo, a los individuos y a las corporaciones colectivas, asociaciones, comunas, provincias, regiones y naciones, y a la garantía mutua de esta libertad a través de la federación.

Socialmente, la confirmación de la igualdad política por la igualdad económica. La igualdad de punto de partida, desde el nacimiento de cada individuo; igualdad no natural sino social, es decir igualdad de medios de sostenimiento, de educación, de instrucción, para cada niño o niña hasta la época de su madurez”


Constituida la Sociedad Secreta en Italia, Bakunin necesitaba una tribuna más amplia para difundir por toda Europa sus puntos de vista. El Congreso de la Liga de la Paz y de la Libertad, celebrado en Ginebra en setiembre de 1867, parecía un foro adecuado para este propósito. La Liga, fundada poco antes por un amplio número de figuras de la democracia europea –entre sus miembros se encontraban Víctor Hugo, Stuart Mill, Louis Blanc, Garibaldi- tenía como principal objetivo movilizar a la opinión mundial a favor de la conservación de la paz; pero su componente democrático justificaba la esperanza de Bakunin de atraerla hacia sus planteamientos radicales. El empeño resultó un fracaso. Los socialistas revolucionarios quedaron en franca minoría. Deciden fundar la Alianza de la Democracia Socialista, plasmación definitiva de los proyectos organizativos de Bakunin, cuyo programa, redactado por él, resumía en una versión radical las ideas políticas del Catecismo Revolucionario.

LA INTERNACIONAL
La fundación de la Alianza de la Democracia Socialista fue el punto de partida de un conjunto de acontecimientos de gran importancia, que culminaron con la escisión de la Asociación Internacional de Trabajadores y con enfrentamiento entre Marx y Bakunin y entre los seguidores de los dos líderes revolucionarios.

Una narración objetiva y, en lo posible, imparcial de estos sucesos tiene que partir -como expresa E.H. Carr, el biógrafo de Bakunin- del recuerdo de las divergencias personales e ideológicas entre ambos personajes cuya existencia había impedido el establecimiento de unos lazos amistosos ya en la década de 1840.
Más de veinte años después, las divergencias eran mayores. La creación de la Alianza, unida a otros incidentes menores, había despertado la desconfianza de Marx y Engels, temerosos de que la nueva agrupación dificultara el desarrollo de la Asociación Internacional de Trabajadores; y los intentos conciliadores no produjeron el menor resultado positivo. La petición de ingreso en la AIT presentada por la Alianza después de su ruptura con la Liga de la Paz y la Libertad chocó con la oposición del Consejo General de la Internacional, para el cual la existencia de una nueva organización supranacional dentro de la AIT “sería el medio más seguro para que las confusiones se sucedieran en la Asociación”. De poco valió la decisión adoptada por los bakuninistas de disolver su organización e integrarse individualmente a la Internacional; pese a este acuerdo pervivían las suspicacias, y ni siquiera la famosa carta de Bakunin a Marx sirvió para eliminarlas: “Desde mi adiós a los burgueses de Berna –escribía Bakunin- no me atrae otra sociedad ni otro medio que los del mundo obrero. La Internacional, de la que eres uno de los principales inspiradores, es ahora mi madre patria. Como puedes ver, pues, querido amigo, soy discípulo tuyo y me enorgullezco de ello”. Pero el enfrentamiento probablemente no habría sido tan radical sino hubieran aparecido, junto a las suspicacias personales y organizativas, serias diferencias ideológicas.

En el terreno ideológico las diferencias eran grandes. Mientras Carlos Marx defendía una organización centralizada, los anarquistas propugnaron la autonomía de las organizaciones locales, como prefiguración de la futura sociedad post-revolucionaria: “La Internacional, embrión de la futura sociedad de los hombres, debe desde este momento convertirse en la fiel imagen de nuestros principios sobre la libertad y la federación, rechazando de plano cualquier principio que conduzca a la autoridad y a la dictadura”. La oposición en las cuestiones organizativas estaba además vinculada al enfrentamiento en la doctrina del Estado. Frente al “Estado Obrero” o a la “dictadura del proletariado” prevista por los marxistas como instrumento de transformación revolucionaria, el antiestatismo de los anarquistas era radical: “Los marxistas dicen que esta dictadura estatal es un medio transitorio inevitable para llegar a la emancipación del pueblo. Afirman que solo la dictadura puede crear la libertad del pueblo. Pero nosotros les contestamos: ninguna dictadura puede tener otro objetivo que el autoperpetuarse; ninguna dictadura sabrá engendrar y desarrollar en el pueblo que la soporta más que la esclavitud; la libertad sólo puede ser creada en libertad”

Las diferencias abarcan también a los medios para el triunfo revolucionario. Y precisamente fue este problema el que desencadenó el enfrentamiento final. Frente a la creencia anarquista en el papel revolucionario de las luchas de las masas, al margen de toda actividad política y de todo compromiso reformista, Marx consiguió en la Conferencia de Londres de la AIT, celebrada en 1871, la aprobación de la famosa declaración sobre “la acción política de la clase obrera” cuyo párrafo mas significativo reclamaba la creación por el proletariado de su propio partido político, distinto, opuesto a todos los antiguos partidos formados por las clases poseedoras. Esta resolución, ratificada en el Congreso de la Haya, un año más tarde iría acompañada por la expulsión, tras una campaña de acusaciones personales y políticas, de Bakunin y su partidario Guillaume, de la Internacional.

Para que se consumara la escisión, sólo faltaba que los sectores anarquistas de la AIT decidieran solidarizarse con los dos excluidos y establecer una organización alternativa a la Internacional dirigida por Marx. Y esta fue la tarea llevada a cabo en el Congreso de Saint-Imier, celebrado en setiembre 1872, por los representantes de las Federaciones española, francesa, italiana y del Jura. En presencia de Bakunin y de los principales anarquistas del momento, el Congreso rechazó los acuerdos del Congreso de la Haya, aprobó un “Pacto de Amistad, Solidaridad y de Defensa Mutua” entre las federaciones existentes, y reafirmar la posición contraria a toda actividad política por medio de una resolución que reflejaba a la perfección las posiciones ideológicas bakuninistas:

“El Congreso reunido en Saint-Imier declara: 1º. Que la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado. 2º. Que toda organización de un poder político pretendido provisional y revolucionario para lograr esa destrucción no puede ser más que un engaño y será tan peligroso para el proletariado como todos los gobiernos que existen hoy. 3º. Que, rechazando todo compromiso para llegar a la realización de la Revolución Social, los proletarios de todos los países deben establecer, fuera de toda política burguesa la solidaridad de la acción revolucionaria”

La escisión del movimiento obrero europeo era ya una realidad irreversible. Para Bakunin, minado en su salud por los años de lucha y amargado tras la derrota de la Comuna de París y el enfrentamiento con Marx, el Congreso de Saint-Imier representaba al mismo tiempo el triunfo político más importante de su vida y su última aparición en el escenario. En 1873 se retiró a Locarno, invitado por su amigo Carlo Cafiero, y tres años después, el primero de julio de 1876, fallecía en Berna. Sobre su tumba, los socialistas reunidos para rendir su último homenaje al revolucionario, acordaron por unanimidad hacer “un llamado a todos los obreros para que olviden sus vanas y desdichadas disensiones y se unan sobre la base de una fidelidad estricta a los principios de la Internacional”. Pero este llamamiento carecía ya de toda viabilidad. El movimiento obrero organizado quedaba dividido en dos fracciones irreconciliables en la teoría y en la práctica.


Manuel Hernández
(Tomado de la Revista 30 Días, año 1 número 6. Mayo 1984. Lima)